En el camino
Crónica sobre un viaje en bus
« (…) porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas. »
En el camino, Jack Kerouac
Equipaje y un olor inclemente a fauna marina. Pescado, quiero decir, definitivamente pescado, y no necesariamente del fresco y bienhechor. Aquí hay boquerones, me dije mirando al cielo, como esperando la caída de un no sé qué. De un boquerón, obviamente. Caras. Saludos de encuentro. Trámites últimos y un moreno detrás del mostrador gritando como un loco, como si fuera su cumpleaños. ¡Feliz cumpleaños! Resolví a decirle en mi mente. Creo que me escuchó. Abandono del equipaje. Quince minutos más y nos vamos. Los gloriosos snacks de siempre, los de último momento, los del grifo (que estaba solo a unas cuadras), la cena de ayer y el desayuno de hoy y el almuerzo y la cena de hoy y el desayuno y probablemente almuerzo de mañana. Bueno, como cinco soles en golosinas, que era lo que tenía: ni mierda. Así, sin ni mierda (con ni mierda) más, volvimos al terrapuerto. Despedidas fugaces.
Y así emprendimos el viaje, casi sin darnos cuenta. Para nosotros, en nuestro entusiasmo, el destino de la ciudad imperial del Cusco ya estaba casi presente, era una cuestión tan inminente que prácticamente ya estábamos ahí, ¡ahí nomás!, por lo que aquellas casi veinticuatro horas que estuvimos arrimados en el bus tuvieron en sí una dimensión aún más flotante, y transcurrieron de alguna forma particular que pretendo –aunque muy inútilmente- rescatar en espíritu, aunque en lo personal esta experiencia pudo no haber tenido ni cuerpo, ni vientre, ni espíritu, casi como si fuese un sueño largo y perezoso.
Es imprescindible hacer mención de la naturaleza ciertamente agitada de la semana precedida, cuando se había llevado a cabo el primer segmento del Festival Caravana de Poesía (Lima) en cuatro recitales temáticos, y donde después del trabajo organizacional y presencial, la calle nos impartía casi gratuitamente las más puras clases de poética urbana contemporánea, donde cada hora y media casi indefectiblemente éramos trasladados de un aula a otra, siempre dejando atrás docenas y docenas de botellas vacías y, de vez en cuando, algún lápiz y papel nostálgicos, todo esto en compañía del pródigo carisma de los poetas y amigos en general. Un verdadero lujo. Decir esto es importante en el marco de explicar la severidad física y mental que comprende el dormir quizá dos o tres horas diarias, de miércoles a domingo, cuya inercia habría extendido la misma suerte hasta la plenitud del lunes. Hoy, martes 22, ni supe bien cómo mi compinche Gonzalo Toledo y yo habíamos abordado un bus de la empresa CIVA, un ECO-NOCIVA (econo-civa) precisamente (nombre que no inspiraría excesiva confianza entre los amantes del medio ambiente), pero ya estábamos ahí, en los comodísimos asientos-cama de 85° (“los verdaderos asientos cama”) dispuestos a descansar los huesos etéreos en preparación para la continuidad del festival –donde ambos representábamos a Durazno Sangrando, uno de los colectivos organizadores- y esto, desde luego, supondría otras severidades, quizá aún más intransigentes. Todo estaba calculado al milímetro, era un plan verdaderamente infalible.
Mentira. Falso. Error: algún viejo enajenado, loco y delirante interrumpe prematuramente nuestra primera intención con un soliloquio religioso-fanático, y rápidamente nos dimos cuenta de que no podríamos sino prestarle (y sin devolución alguna) nuestra inmediata atención. Sin poder descansar, observamos. El sujeto sudaba los ojos, enramecía las manos como si fueran arañas confundidas, y creo que ni parpadeaba. La verdad me caía bien. Era un mequetrefe sin comparación, sin salvación: creo que podría haber sido un excelente poeta. De hecho, creo que incluso llegué a admirarlo un poco -lo confieso- y es que era verdaderamente alucinante verlo declamar aquellos salmos con tanta devoción, tanta convicción y tanta tantísima impunidad, en su voz ferrosa y abrasiva que se caía a pedazos sin caerse, y que se erguía, escupiendo a diestra y siniestra mientras levantaba los brazos y hacía modulaciones abruptas de voz y gritaba y gritaba y gritaba y que ¡Dios nos va a llevar a Abancay y luego a Cusco y que el conductor miente porque él no nos va a llevar a ningún lado! En fin: estaba un tanto loco, un tanto estúpido también, pero me atrevería a decir que había algo de genialidad en su locura, o por lo menos que recitaba mejor que la gran mayoría de poetas que he conocido en mi corta vida. Había algo de Vallejo en él, estoy seguro. Bueno, quizá no, pero sí se parecía físicamente un poco a Panero, y eso ya le daba puntos extra. Su frase dorada: “Si le entregas un lomo saltado a un cadáver, ¿lo recibirá?”. Mítico.
Pasado el profeta maldito, no faltó demasiado para llegar a tierras chinchanas. Ahí cometimos el segundo –y quizá el más garrafal- error del viaje, un rotundo error sin remedio pero con nombre y apellido: Vino Di Mierdi (y es que en realidad no recuerdo el nombre, y la verdad está mejor así), que era un vino tinto demasiado dulce, asqueroso, dulcemente asqueroso y además asquerosamente dulce, que no sé por qué accedimos a comprar, gastando casi nuestro último sencillo de cinco soles cada uno, en aquella parada de dos minutos. Ah, sí sé por qué: la muchacha nos había dicho que era semi seco, y yo no le creí nada pero le creí y al final, después de dos sorbos cada uno, no pudimos más con nuestras vidas. “Se lo tomarán los poetas que ya están allá” llegamos a decir en un momento a mitad del éxtasis vacío, casi como jodiendo, casi como jugando. Sí, claro, de hecho alguien va a querer tomarse esa mierda… (No dejaron ni una gota).
Pensando ingenuamente que ya había pasado lo peor, una ceremoniosa maratón de películas de Van Damme nos empezó a asediar sin misericordia. Patadas, patadas, más patadas y gritos de caídas en slow motion formaban parte de este ágape insano de nunca acabar. Dentro de este oscuro pasaje, estoy seguro de que presencié algo imposible. Vi la misma película (no recuerdo el nombre, y está mejor así) dos veces, con un pequeño detalle: la primera pasada tenía omitidas algunas escenas que en la segunda no, pero en ésta última habían otras escenas omitidas que en la primera sí habían salido, lo que en pleno sopor de tarde-noche me hizo pensar por un tiempo no corto que estaba viendo dos películas completamente diferentes y… Bueno, ya qué. Quizá Van Damme tiene ese efecto, como patadas cerebrales a los que ven sus películas. Es más, a lo mejor solo vi la película una sola vez. A lo mejor, quizá, ni siquiera era de Van Damme. Maldito vino.
Ya en la noche, hicimos una legítima parada de aprox. 30 minutos en algo así como una fonda en mitad de la nada, para comer y asistir a los servicios higiénicos. No había dinero, solo lo suficiente para un lomo saltado entre los dos que, por cierto, no era ni copioso ni barato. Maldito vino. Me quería morir.
«Si le entregas un lomo saltado a un cadáver, ¿lo recibirá?»
Las latas de cerveza costaban cinco soles, ¿qué demonios?, osea, ¿qué demonios? Luego de hurtar la sal y el ají y comer arduamente con cucharas (no habían otros cubiertos), nos dimos cuenta de que una mochilera nos estaba mirando. Le hablamos. Con toda seguridad habríamos pensado que se trataba de alguna limeña viajera, pero nos sorprendió cuando nos dijo que venía de Grecia. Parecía amable. No recuerdo qué hacía yendo a Cusco, pero sí recuerdo que su cena fue una porción de arroz y un montón de pastillas. Se reía gracioso. Sin embargo, yo había visto algo que sí me interesaba. Una negrita, la mujer más hermosa que había visto en mucho tiempo, estaba sentada al otro lado de la sala, con los que parecían ser dos amigos. Y bueno, esa es otra historia. Ya en el bus, más tarde en la noche, nos ponemos a leer algunos poemarios que teníamos a la mano; Gonzalo, sabiamente, se queda dormido en el acto; yo persisto y el precio es alto: fuertes mareos y náuseas me sobrecogen, un sudor frío me envuelve y súbitamente confieso que he vivido. Unos caramelos de limón que, combinados con algún efectivo floro de mi colega sobre la glucosa, me tranquilizan. El resto de la noche es un borrón de músicas inaudibles, palabras indecibles, felaciones de amantes que se ven pero no se ven, Yasunari Kawabata y algunas otras cosas.
Ya amaneciendo en el bus, la mañana transcurre como un vaho lento entre paisajes bellísimos de nubes y sombras y luces y manos y hogares terrenales y hogares no-terrenales y el letargo infinito de la llegada que ya se decantaba en los presagios de un umbral tan sacro como dorado. Se vienen algunas experiencias increíbles, me dije, sabiendo lo que iba a pasar y no sabiendo, pero sintiendo el quemar de un fuego distante aunque furioso. Se viene la poesía en Cusco. Se viene, me dije. Hacemos una parada corta para tomar mate y comer chicharrón. Yo no hago ninguna de las dos cosas, solo quiero llegar de una vez. Solo quiero llegar y sentirme locamente vivo en otro aire, vivamente loco en las alturas, como me había sentido el año anterior, cuando junté maletas y me largué medio año a estas tierras hermosas, libres, consagradas por el estruendo de los espíritus sonámbulos, que estoy seguro recuerdan mi nombre y los colores de mis cantos y los cantos de mis aguas humanas que ahora arden, arden como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas…
Por Renzo Leonardo Brusco
Escrito por
Durazno Sangrando y Grupo Parasomnia unen sus fuerzas para crear un puente de poesía entre Lima y Cusco. Del 16 al 26 de julio.
Publicado en
Durazno Sangrando y Grupo Parasomnia unen sus fuerzas para crear un puente de poesía entre Lima y Cusco. Del 16 al 26 de julio.